sábado, 14 de mayo de 2011

(Relato breve) Desafío

Las 11:50 hora de mi descanso. Como hace buen tiempo, decido bajar a tomar el almuerzo a mi cafetería favorita, situada entre las angostas y laberínticas calles de la zona vieja, en un parquecito medio escondido en donde nadie diría que podría haber un rinconcito de sol.  Quién llega ahí, es o bien por casualidad o bien porque ya lo conoce, lo que le da una intimidad familiar, acogedora y a la vez misteriosa para el recién llegado.
Me siento en mi mesa de siempre, un rincón medio oculto por una columna de piedra pero que permite una buena vista del parque. Pido al camarero el café con leche doble y dos azucarillos de siempre, le meto mano al bolso, como siempre, en busca de mi fruta de media mañana, maldita dieta. ¿Dónde está mi manzana de siempre? ¿Se habrá olvidado mi madre de ponérmela?
Pongo los ojos en blanco. Cuando me dispongo a iniciar la búsqueda de mi fruta en el enorme bolso un chirrido repentino me asusta y me da dentera. El gilipollas de siempre que no sabe lo que es levantar una silla en vez de arrastrarla.
Levanto la vista. Suena la primera campanada de las 12, haciendo eco entre los viejos porches y asustando a palomas y gorriones. DONG. Brazos poderosos, enmarcados por un negro y enrevesado tatuaje tribal. DONG. Camiseta ajustada. DONG. Espalda ancha. DONG. Tejanos raídos, viejos. DONG. Trasero jugoso y prieto. DONG. Muslos torneados y firmes. DONG. Vientre plano y duro. DONG. Pectorales de gimnasio. DONG. Labios carnosos, nariz recta, piercing en la oreja izquierda, pelo corto, negro. DONG. El verde de sus ojos hace juego con la hiedra que sube por el campanario. DONG. Me está mirando. DONG.
Una morenaza de infarto le acompaña.                                               
Suspiro. Ja. Claro. Cómo no. Le doy las gracias al camarero, que se va a atender a Mr guaperas y a su suertuda acompañante, que tienen toda la pinta de ser de la clientela casual del local. Pide ella por los dos, sin dejarle abrir boca ni mirar la carta. Vaya. Así que es de ésas. Empieza a charlar como una cotorra.  Tiene la típica charla con ímpetu de las personas que hablan sin pretender respuesta de su interlocutor, como si todo se diera por sentado.  Él responde con asentimientos, monosílabos, frases cortas.  Se acarician las manos por encima de la mesa, pero él parece aburrido, distante. La caricia parece un gesto más mecánico que tierno.
Mi estómago gruñe hambriento. Mientras vuelvo a meter la mano en el bolso en busca de la manzana perdida, suena un móvil. La morena se queja, de que nunca la dejan en paz. Se levanta y responde, alejándose hacia el parque para mantener la conversación en privado.
Él respira hondo, toma aire, se despereza, observa el lugar. Parece aliviado. La expresión de indiferencia, medio huraña y de malas pulgas se disipa de su rostro dando lugar a una más relajada y amable. Como si se hubiera quitado un peso pesado y punzante de encima.
Vuelve a mirarme. Sonrío y me sonrojo levemente, ese tipo de chicos no suelen fijarse en chicas como yo, ni siquiera mirarme dos veces. Me devuelve la sonrisa. Tantas palabras que vienen a mi mente y ninguna sirve para designar cuán hermoso es su rostro con una sonrisa. Me lo imagino sonriéndome así mientras sus manos recorren mis curvas, estrechándome contra su cuerpo, notando el poderoso bulto de su….
Ah… mierda. He encontrado la fruta. Pero no es una manzana. El plátano viene con una notita de parte de mi madre “No hay manzanas, espero que no te importe” … Mamá….. No puedo evitarlo. Una carcajada lucha por salir de mí, me tapo la boca para disimular pero ni con ésas. Le dirijo una mirada fugaz, él levanta una ceja, sabe que me estoy partiendo de risa y su cara está entre divertida y confusa por mi risa repentina, debe estar pensando que estoy como una cabra.
En medio de la risa y la vergüenza de ser observada, una idea aparece de repente, despertando mi lado travieso. Me aclaro la garganta y me abanico un poco para ahuyentar el sofoco. Alzo el plátano envuelto en papel de plata, para que lo vea.
Él levanta ambas cejas. No te preocupes, cariño. Ahora te saco de dudas. Conforme desenvuelvo el plátano, su expresión pasa de la sorpresa a la comprensión, de la comprensión al desafío.  Se acomoda en la silla y me dedica una sonrisa pícara, su cara parece dudar de mí.
Así que crees que no soy capaz…  no sabes tú con quién te has cruzado. Sin dejar de mirarle me humedezco los labios y con el dedo índice trazo un círculo en la punta del plátano, una vez, dos. Abro la mano y lo agarro con firmeza, mientras mi pulgar acaricia la punta. Deslizo la mano arriba y abajo, despacio.  Le quito la piel. Con el plátano pelado en la mano, pestañeo y me muerdo el labio inferior, le miro por debajo de las pestañas, dándole un toque de exageración al pudor que ya siento. Su sonrisa pícara parece haberse congelado, me mira serio y penetrante, su mandíbula está tensa, su boca entreabierta, expectante. Me considero bastante tímida, pero saber que ahora mismo tengo toda la atención de semejante ejemplar masculino me excita enormemente y mando mi vergüenza a la otra punta de la ciudad.
Sin dejar de mirarle por lo bajo, beso la punta del plátano y le doy un leve lametón. Lo rozo con los labios y empiezo a lamerlo con lentitud, de delante hacia atrás, trazando círculos con mi lengua. Mi propia excitación me humedece y jadeo en silencio, pero lo suficientemente evidente pare que mi espectador lo note. Se ha inclinado levemente hacia delante, su mano izquierda hecha un puño y la derecha agarrando el borde de la mesa.  Me encantaría poder ver sus tejanos raídos hinchados por su erección, pero la mesa me lo tapa. Sin embargo por el incipiente sudor de su frente y la tirantez de su pose sé que lo estoy poniendo a millón.
Humedezco los labios de nuevo, él respira hondo y traga. Introduzco el plátano lentamente en mi boca y cierro los ojos, saboreándolo. Lo deslizo con suavidad hacia dentro y hacia fuera. Su mano derecha se agarra con tanta fuerza al borde de la mesa que sus nudillos se quedan blancos. Saco el plátano de mi boca y rozo la punta con mis dientes. Un gemido ahogado, contiene la respiración, se estremece. La silla tiembla, la fuerza de las sacudidas tambalea la  mesa derramando sus cafés.
Mi sonrisa es radiante. Nos miramos, él también sonríe, concediéndome la victoria. Una sonrisa que en silencio me maldice y me agradece el buen rato. Le doy un buen mordisco al plátano, más que satisfecha, aunque ahora necesito mi propio orgasmo con urgencia.  
La morena vuelve. Se bebe el café de un trago alegando que la llamada era urgente y tienen que irse ya para ayer. Él apura el poco café que queda después del derrame, dice que va a pagar y de paso, al baño. Ella le dice que se dé prisa. Vas lista, morena, tu macizo tiene trabajo extra. Me mira por encima del hombro, me pilla con la boca llena y hace una mueca de asco.
Cuando él vuelve, ella se aferra a su brazo como una lapa y vuelve a mirarme, sonríe con suficiencia, marcando territorio.
Ríete, morena.  Aunque sea por unos instantes, él, ha sido totalmente mío.


V

No hay comentarios:

Publicar un comentario